Cines de verano

 Eran las 6 (y algo) de la tarde.
 Había un coche en la calle con la música muy alta. Era una canción italiana muy triste.
 Salí a la terraza.
 La calle estaba vacía... en el aparcamiento de motos: su deportivo.
 Y a unos metros... él. Debía de tener unos 50 (y tantos). Pelo canoso, gafas de aviador y chupa negra.
 Estaba muy quieto... suspiraba con pena. Con la pena del tiempo.
 No podía ver sus ojos. Pero, sin duda, estaban lejos.
 De repente... se acercó a la pared y empezó a acariciarla.
 Diría que sus dedos temblaban.
 Creo que en ese momento... dejé de respirar y me escondí en un rincón... como si me hubiera colado en un momento de intimidad.
 Toca con las yemas la puerta ajada... se apoya en las ventanillas y hunde la cabeza entre los brazos.
 Yo creo que se acuerda de su abuelo. Seguramente el cine era suyo.
 Ahora está abandonado.
 Mira su ayer con tanto cariño como yo.
 Ese cine es uno de mis recuerdos favoritos de infancia: tiempos de yemas arrugadas, de castillos de arena, de relojes vacíos, de pantalones cortos, de luces de verbena, de bocadillos, de carreras en bici...
 Siento ganas de abrazarlo.
 Y decirle que sí... que me acuerdo (de todo)... y que, un día, fuimos grandes.